NOSOTROS O ELLOS Nº 151
La decapitación
manual, realizada tanta por el uso de la espada como el hacha, se ha utilizado
desde la antigüedad y así transitó su cruel recorrido por la historia hasta
1789, en que adquiere especial importancia la decapitación mecánica.
El año 1789 se
encuentra asociado a la
Revolución Francesa , es decir, a la revolución de la
burguesía, es decir, al inicio del modo de producción capitalista, modo de
producción que no sólo se refleja en nuevas maquinarias para producir más y
mejores bienes sino en nuevas maquinarias para producir más y mejores muertes.
Surge así la
guillotina, la que va perfeccionándose a medida que “la experiencia” muestra
que es lo que debe ir siendo modificado o cambiado. Por ejemplo: inicialmente
la hoja que debía separar la cabeza del cuerpo era horizontal, pero no
resultaba eficaz para cortar el cuello de una persona. De allí que, luego de
pruebas y estudios surge que lo mejor, lo más eficiente, es una cuchilla
inclinada que, en menos de un minuto, separa “limpiamente” la cabeza del resto
del cuerpo.
Es la burguesía la
perfeccionadora de ese instrumento de muerte, es el naciente capitalismo que la
utiliza para acabar con sus adversarios históricos más rebeldes. Es la admirada Revolución
Francesa quién más hace uso de esa máquina de decapitar. Y lo hacían como un festival sanguinario, con
un público que concurría a “disfrutar” del espectáculo. En Francia, durante la
Revolución, más de mil doscientas personas, seres humanos, fueron decapitados
mecánicamente. El primero de ellos fue un asaltante de caminos, el 27 de mayo
de 1792 (Jacques Pelletier) y el último el
10 de septiembre de 1977 (un inmigrante de Túnez: Hamida Djandoubi).
El argumento para
asesinar más eficientemente no es la eficiencia lograda, sino “matar de forma
más humana”, para que el condenado “no sufra tanto” por error del verdugo que
emplea el hacha o la
espada. La burguesía siempre se ha caracterizado por hacer
las cosas mejor, pero también por hacer de las tareas verdaderos espectáculos.
Por lo tanto, la acción final duraba menos de un minuto, pero la puesta en
escena total duraba horas, para que la multitud disfrute más tiempo del
espectáculo público, pida sangre, exija sangre, y llegue a la apoteosis cuando
observa rodar la cabeza del ajusticiado.
Los burgueses
franceses, “partidarios de la igualdad”, resolvieron aplicarla con la muerte, no
hacer diferencias y pasaron por la guillotina a todos, sean bandidos o nobles,
mujeres u hombres, jóvenes o viejos, en “iguales condiciones”. Los burgueses
ingleses resolvieron mantener la horca, pues era parte de sus costumbres y no
debían recoger la cabeza por separado, en bolsas o canastos. La inquisición,
que no aceptaba derramamiento de sangre pues se lo impedía la religión, simplemente
quemaban vivos a quienes no pensaban como ellos.
La llegada de la
guillotina a Nuestra América la describe con genialidad Alejo Carpentier en “El
Siglo de las Luces”
“Esta noche he visto alzarse la Máquina
nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el basto cielo que
ya nos traía olores de tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su
ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo,
suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros. Tiempo
detenido entre la
Estrella Polar , la Osa Mayor y la Cruz del Sur —ignoro, pues no es
mi oficio saberlo, si tales eran las constelaciones, tan numerosas que sus
vértices, sus luces de posición sideral, se confundían, se trastocaban,
barajando sus alegorías, en la claridad de un plenilunio, empalidecido por la
blancura del Camino de Santiago... Pero la Puerta-sin-batiente estaba erguida
en la proa, reducida al dintel y las jambas con aquel cartabón, aquel medio
frontón invertido, aquel triángula negro, con bisel acerado e iría, colgando de
sus montantes. Ahí estaba la armazón, desnuda y escueta, nuevamente plantada
sobre el sueño de los hombres, como una presencia —una advertencia— que nos
concernía a todos por igual. La habíamos dejado a popa, muy lejos, en sus
cierzos de abril, y ahora nos resurgía sobre la misma proa, delante, como
guiadora —semejante, por la necesaria exactitud de sus paralelas, su implacable
geometría, a un gigantesco instrumento de marear. Ya no la acompañaban
pendones, tambores ni turbas; no conocía la emoción, ni la cólera, ni el
llanto, ni la ebriedad de quienes, allá, la rodeaban de un coro de tragedia
antigua, con el crujido de las carretas de rodar-hacia-lo-mismo, y el acoplado
redoble de las cajas. Aquí, la Puerta estaba sola, frente a la noche, más
arriba del mascarón tutelar, relumbrada por su filo diagonal, con el bastidor
de madera que se hacía el marco de un panorama de astros. Las olas acudían, se
abrían, para rozar nuestra eslora; se cerraban, tras de nosotros, con tan
continuado y acompasado rumor que su permanencia se hacía semejante al silencio
que el hombre tiene por silencio cuando no escucha voces parecidas a las suyas.
Silencio viviente, palpitante y medido, que no era, por lo pronto, el de lo
cercenado y yerto. Cuando cayo el filo diagonal con brusquedad de silbido y el
dintel se pintó cabalmente, como verdadero remate de puerta en lo alto de sus
jambas, el Investido de Poderes, cuya mano había accionado el mecanismo, murmuró
entre dientes: «Hay que cuidarla del salitre.» Y cerró la Puerta con una gran
funda de tela embreada, echada desde arriba. La brisa olía a tierra —humus,
estiércol, espigas, resinas— de aquella isla puesta, siglos antes, bajo el
amparo de una Señora de Guadalupe que en Cáceres de Extremadura y Tepeyac de
América erguía la figura sobre un arco de luna alzado por un Arcángel. Detrás
quedaba una adolescencia cuyos paisajes familiares me eran tan remotos, al cabo
de tres años, como remoto me era el ser doliente y postrado que yo hubiera sido”.
En las guerras,
con toque de tambor, se ordenaba a las tropas triunfantes a pasar “a degüello”
a los enemigos ya derrotados. Ese procedimiento fue originalmente llevado a
cabo por los musulmanes, pero luego lo adoptaron los ejércitos españoles, los
mexicanos, los yanquis y los caudillos del Río de la Plata, etc.
En ningún
caso el degollado o decapitado se le otorgaba la posibilidad de hablar antes de
su atroz muerte. La posibilidad de decir qué era lo que sentía y cuál era la
razón de encontrarse en esa situación.
El Estado
Islámico, el EI, no utiliza las eficientes herramientas creadas por la
burguesía y regresa a la primitiva manera de degollar a una persona, a quien le
permite, antes, expresar una opinión, enviar un mensaje a sus familiares, a su
pueblo o a su indiferente gobierno burgués que, en el plano internacional, ha
reemplazado la guillotina por los “drones”, esos aviones no tripulados que
asesinan indiscriminadamente a cuanto ser humano quede atrapado dentro de su
mira, sea un bebé o un anciano, quede con la cabeza separada del cuerpo o con
el cuerpo diseminado en varios “trozos”. La alta tecnología aplicada a matar
les posibilita eliminar la figura del verdugo directo. Además, la víctima no
sabe que va a morir hasta que el misil estalla y nadie puede enviar un último
mensaje ni a su familia (que es posible muera con él), ni a su gobierno, ni a
la historia.
Ningún
asesinato, ningún crimen, ningún genocidio, sobre personas indefensas, debe ser
jamás tolerado. Pero ello no impide marcar diferencias en las atrocidades que
se comenten y, cuando uno observa los trozos de niños desparramados por las
calles de Gaza, o la de los habitantes destrozados donde impactan los misiles
producidos por el complejo industrial-militar, y observa que muy pocos medios
se horrorizan de ese horror, que suma miles de víctimas indefensas, lee con
estupor, como esos gobiernos asesinos, genocidas, implacablemente crueles, no
son considerados criminales de guerra por sus acciones, no se horrorizan de ese
horror, ni siquiera lo computan. Y allí se observa con claridad la hipocresía
del sistema más criminal que haya conocido la humanidad en su corta historia
escrita, y en particular, en sus últimos cien años.
Los dos periodistas decapitados por el inglés
“islámico” han dado una lección a la humanidad. Pese a encontrarse en la peor situación que puede
enfrentar un ser humano, ante la muerte inminente, no vacilaron en expresar lo
que realmente sentían. Lo hicieron con una pasmosa calma y con una
impresionante seguridad. No dudaron, ambos, en señalar a uno de los asesinos,
al que por ruines intereses económicos se encuentra en todas partes del mundo,
en esas casi mil bases desde donde emerge la muerte de miles y hasta millones
de hombres y mujeres. ¿Qué hacen en Siria? ¿Qué hacen en Irak? Y podríamos
agregar las preguntas ¿qué hacen en Gaza? ¿Qué hacen en Ucrania? ¿Qué hacen en
Somalia? Y la respuesta es una sola
MATAN PARA SAQUEAR.
En honor a los periodistas James
Foley y a Steven Sotloff reproducimos
sus palabras finales que van a quedar inmortalizadas como expresión del coraje
y la objetividad mantenida.
Steven dijo:
"Soy Steven Joel Sotloff. Estoy seguro
de que a estas alturas saben exactamente quién soy y por qué aparezco ante
ustedes. Ahora es el momento de enviar mi mensaje:
Obama; se suponía que tu política exterior de
intervención en Irak estaba destinada a preservar vidas e intereses americanos,
por eso estoy pagando el precio de tus injerencias con mi vida. ¿No soy un
ciudadano americano?
Has gastado miles de millones de los
contribuyentes estadounidenses y hemos perdido miles de militares en anteriores
enfrentamientos con el Estado Islámico, así que ¿dónde está el interés público
de reavivar esta guerra?
De lo poco que sé sobre política exterior,
recuerdo cuando solo pudiste ganar las elecciones prometiendo devolver las
tropas a casa desde Irak y Afganistán y cerrar Guantánamo. Aquí estás ahora,
Obama, cerca del final de tu mandato, incumpliendo todo lo anterior y
haciéndonos marchar engañosamente hacia las llamas".
James dijo:
“Hago un llamado a
mis amigos, mi familia y a mis seres queridos para enfrentarse a mi verdadero
asesino, el gobierno de los Estados Unidos. Mi mensaje para mis amados padres:
mantengan algo de mi dignidad y no reciban ningún tipo de compensación por mi
muerte de parte de la misma gente que efectivamente martilló el último clavo de
mi ataúd. Le hago un llamado a mi hermano que está en las Fuerzas Aéreas. Te
hablo a ti, John. Piensa quién tomó la decisión de bombardear Irak. ¿A quién
mataron realmente? ¿Acaso pensaron en ti, en mí o en nuestra familia cuando
tomaron esa decisión? Yo morí, ese día John. Cuando tus colegas lanzaron esa
bomba, ellos firmaron mi certificado de defunción. Hubiera querido tener más
tiempo. Hubiera querido tener la esperanza de ver a mi familia una vez más.
Hubiera querido, después de todo, no ser estadounidense.”
No habíamos
oído hablar mucho de James y de Steven salvo la noticia de su secuestro años y
meses anteriores. ¿Qué hizo el gobierno de los EEUU por ellos? ¿Por qué no
intentó pagar rescate o intercambiar prisioneros como hicieron otras naciones y
rescataron con vida a sus nacionales?
Un avión no
tripulado ataca por sorpresa y mata sin avisar. Dos años permiten negociar y
resolver situaciones. Ni siquiera se lo intentó. Directamente, como las mismas
víctimas declaran, su propio gobierno los condenó a morir. No estamos ni
remotamente justificando el asesinato cruel al que fueron sometidos por el
inglés “islamita”, simplemente, no les queremos faltar el respeto a esos dos
valientes con eso de que “fueron obligados” o “les lavaron el cerebro”, y por
ello no ver al asesino mayor.
Oscar
Natalichio
Centro de
Investigaciones Económicas y Sociales (CIEYS)
03/09/2014
LOS EEUU PONEN EN
PELIGRO LA PAZ MUNDIAL
(tema del próximo número)
No hay comentarios:
Publicar un comentario