miércoles, 3 de septiembre de 2014

NOSOTROS O ELLOS Nº 151
LA EFICIENCIA EN ASESINAR
La decapitación manual, realizada tanta por el uso de la espada como el hacha, se ha utilizado desde la antigüedad y así transitó su cruel recorrido por la historia hasta 1789, en que adquiere especial importancia la decapitación mecánica.
El año 1789 se encuentra asociado a la Revolución Francesa, es decir, a la revolución de la burguesía, es decir, al inicio del modo de producción capitalista, modo de producción que no sólo se refleja en nuevas maquinarias para producir más y mejores bienes sino en nuevas maquinarias para producir más y mejores muertes.
Surge así la guillotina, la que va perfeccionándose a medida que “la experiencia” muestra que es lo que debe ir siendo modificado o cambiado. Por ejemplo: inicialmente la hoja que debía separar la cabeza del cuerpo era horizontal, pero no resultaba eficaz para cortar el cuello de una persona. De allí que, luego de pruebas y estudios surge que lo mejor, lo más eficiente, es una cuchilla inclinada que, en menos de un minuto, separa “limpiamente” la cabeza del resto del cuerpo.
Es la burguesía la perfeccionadora de ese instrumento de muerte, es el naciente capitalismo que la utiliza para acabar con sus adversarios históricos más rebeldes. Es la admirada Revolución Francesa quién más hace uso de esa máquina de decapitar.  Y lo hacían como un festival sanguinario, con un público que concurría a “disfrutar” del espectáculo. En Francia, durante la Revolución, más de mil doscientas personas, seres humanos, fueron decapitados mecánicamente. El primero de ellos fue un asaltante de caminos, el 27 de mayo de 1792 (Jacques Pelletier) y el último el 10 de septiembre de 1977 (un inmigrante de Túnez: Hamida Djandoubi).
El argumento para asesinar más eficientemente no es la eficiencia lograda, sino “matar de forma más humana”, para que el condenado “no sufra tanto” por error del verdugo que emplea el hacha o la espada. La burguesía siempre se ha caracterizado por hacer las cosas mejor, pero también por hacer de las tareas verdaderos espectáculos. Por lo tanto, la acción final duraba menos de un minuto, pero la puesta en escena total duraba horas, para que la multitud disfrute más tiempo del espectáculo público, pida sangre, exija sangre, y llegue a la apoteosis cuando observa rodar la cabeza del ajusticiado.
Los burgueses franceses, “partidarios de la igualdad”, resolvieron aplicarla con la muerte, no hacer diferencias y pasaron por la guillotina a todos, sean bandidos o nobles, mujeres u hombres, jóvenes o viejos, en “iguales condiciones”. Los burgueses ingleses resolvieron mantener la horca, pues era parte de sus costumbres y no debían recoger la cabeza por separado, en bolsas o canastos. La inquisición, que no aceptaba derramamiento de sangre pues se lo impedía la religión, simplemente quemaban vivos a quienes no pensaban como ellos.
La llegada de la guillotina a Nuestra América la describe con genialidad Alejo Carpentier en “El Siglo de las Luces”   
“Esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el basto cielo que ya nos traía olores de tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros. Tiempo detenido entre la Estrella Polar, la Osa Mayor y la Cruz del Sur —ignoro, pues no es mi oficio saberlo, si tales eran las constelaciones, tan numerosas que sus vértices, sus luces de posición sideral, se confundían, se trastocaban, barajando sus alegorías, en la claridad de un plenilunio, empalidecido por la blancura del Camino de Santiago... Pero la Puerta-sin-batiente estaba erguida en la proa, reducida al dintel y las jambas con aquel cartabón, aquel medio frontón invertido, aquel triángula negro, con bisel acerado e iría, colgando de sus montantes. Ahí estaba la armazón, desnuda y escueta, nuevamente plantada sobre el sueño de los hombres, como una presencia —una advertencia— que nos concernía a todos por igual. La habíamos dejado a popa, muy lejos, en sus cierzos de abril, y ahora nos resurgía sobre la misma proa, delante, como guiadora —semejante, por la necesaria exactitud de sus paralelas, su implacable geometría, a un gigantesco instrumento de marear. Ya no la acompañaban pendones, tambores ni turbas; no conocía la emoción, ni la cólera, ni el llanto, ni la ebriedad de quienes, allá, la rodeaban de un coro de tragedia antigua, con el crujido de las carretas de rodar-hacia-lo-mismo, y el acoplado redoble de las cajas. Aquí, la Puerta estaba sola, frente a la noche, más arriba del mascarón tutelar, relumbrada por su filo diagonal, con el bastidor de madera que se hacía el marco de un panorama de astros. Las olas acudían, se abrían, para rozar nuestra eslora; se cerraban, tras de nosotros, con tan continuado y acompasado rumor que su permanencia se hacía semejante al silencio que el hombre tiene por silencio cuando no escucha voces parecidas a las suyas. Silencio viviente, palpitante y medido, que no era, por lo pronto, el de lo cercenado y yerto. Cuando cayo el filo diagonal con brusquedad de silbido y el dintel se pintó cabalmente, como verdadero remate de puerta en lo alto de sus jambas, el Investido de Poderes, cuya mano había accionado el mecanismo, murmuró entre dientes: «Hay que cuidarla del salitre.» Y cerró la Puerta con una gran funda de tela embreada, echada desde arriba. La brisa olía a tierra —humus, estiércol, espigas, resinas— de aquella isla puesta, siglos antes, bajo el amparo de una Señora de Guadalupe que en Cáceres de Extremadura y Tepeyac de América erguía la figura sobre un arco de luna alzado por un Arcángel. Detrás quedaba una adolescencia cuyos paisajes familiares me eran tan remotos, al cabo de tres años, como remoto me era el ser doliente y postrado que yo hubiera sido”.

En las guerras, con toque de tambor, se ordenaba a las tropas triunfantes a pasar “a degüello” a los enemigos ya derrotados. Ese procedimiento fue originalmente llevado a cabo por los musulmanes, pero luego lo adoptaron los ejércitos españoles, los mexicanos, los yanquis y los caudillos del Río de la Plata, etc.

En ningún caso el degollado o decapitado se le otorgaba la posibilidad de hablar antes de su atroz muerte. La posibilidad de decir qué era lo que sentía y cuál era la razón de encontrarse en esa situación.

El Estado Islámico, el EI, no utiliza las eficientes herramientas creadas por la burguesía y regresa a la primitiva manera de degollar a una persona, a quien le permite, antes, expresar una opinión, enviar un mensaje a sus familiares, a su pueblo o a su indiferente gobierno burgués que, en el plano internacional, ha reemplazado la guillotina por los “drones”, esos aviones no tripulados que asesinan indiscriminadamente a cuanto ser humano quede atrapado dentro de su mira, sea un bebé o un anciano, quede con la cabeza separada del cuerpo o con el cuerpo diseminado en varios “trozos”. La alta tecnología aplicada a matar les posibilita eliminar la figura del verdugo directo. Además, la víctima no sabe que va a morir hasta que el misil estalla y nadie puede enviar un último mensaje ni a su familia (que es posible muera con él), ni a su gobierno, ni a la historia.

Ningún asesinato, ningún crimen, ningún genocidio, sobre personas indefensas, debe ser jamás tolerado. Pero ello no impide marcar diferencias en las atrocidades que se comenten y, cuando uno observa los trozos de niños desparramados por las calles de Gaza, o la de los habitantes destrozados donde impactan los misiles producidos por el complejo industrial-militar, y observa que muy pocos medios se horrorizan de ese horror, que suma miles de víctimas indefensas, lee con estupor, como esos gobiernos asesinos, genocidas, implacablemente crueles, no son considerados criminales de guerra por sus acciones, no se horrorizan de ese horror, ni siquiera lo computan. Y allí se observa con claridad la hipocresía del sistema más criminal que haya conocido la humanidad en su corta historia escrita, y en particular, en sus últimos cien años.

Los dos periodistas decapitados por el inglés “islámico” han dado una lección a la humanidad. Pese a encontrarse en la peor situación que puede enfrentar un ser humano, ante la muerte inminente, no vacilaron en expresar lo que realmente sentían. Lo hicieron con una pasmosa calma y con una impresionante seguridad. No dudaron, ambos, en señalar a uno de los asesinos, al que por ruines intereses económicos se encuentra en todas partes del mundo, en esas casi mil bases desde donde emerge la muerte de miles y hasta millones de hombres y mujeres. ¿Qué hacen en Siria? ¿Qué hacen en Irak? Y podríamos agregar las preguntas ¿qué hacen en Gaza? ¿Qué hacen en Ucrania? ¿Qué hacen en Somalia?  Y la respuesta es una sola MATAN PARA SAQUEAR.  

En honor  a los periodistas James Foley y a Steven Sotloff  reproducimos sus palabras finales que van a quedar inmortalizadas como expresión del coraje y la objetividad mantenida.

Steven dijo:

"Soy Steven Joel Sotloff. Estoy seguro de que a estas alturas saben exactamente quién soy y por qué aparezco ante ustedes. Ahora es el momento de enviar mi mensaje:

Obama; se suponía que tu política exterior de intervención en Irak estaba destinada a preservar vidas e intereses americanos, por eso estoy pagando el precio de tus injerencias con mi vida. ¿No soy un ciudadano americano?
Has gastado miles de millones de los contribuyentes estadounidenses y hemos perdido miles de militares en anteriores enfrentamientos con el Estado Islámico, así que ¿dónde está el interés público de reavivar esta guerra?
De lo poco que sé sobre política exterior, recuerdo cuando solo pudiste ganar las elecciones prometiendo devolver las tropas a casa desde Irak y Afganistán y cerrar Guantánamo. Aquí estás ahora, Obama, cerca del final de tu mandato, incumpliendo todo lo anterior y haciéndonos marchar engañosamente hacia las llamas".
James dijo:
“Hago un llamado a mis amigos, mi familia y a mis seres queridos para enfrentarse a mi verdadero asesino, el gobierno de los Estados Unidos. Mi mensaje para mis amados padres: mantengan algo de mi dignidad y no reciban ningún tipo de compensación por mi muerte de parte de la misma gente que efectivamente martilló el último clavo de mi ataúd. Le hago un llamado a mi hermano que está en las Fuerzas Aéreas. Te hablo a ti, John. Piensa quién tomó la decisión de bombardear Irak. ¿A quién mataron realmente? ¿Acaso pensaron en ti, en mí o en nuestra familia cuando tomaron esa decisión? Yo morí, ese día John. Cuando tus colegas lanzaron esa bomba, ellos firmaron mi certificado de defunción. Hubiera querido tener más tiempo. Hubiera querido tener la esperanza de ver a mi familia una vez más. Hubiera querido, después de todo, no ser estadounidense.”

No habíamos oído hablar mucho de James y de Steven salvo la noticia de su secuestro años y meses anteriores. ¿Qué hizo el gobierno de los EEUU por ellos? ¿Por qué no intentó pagar rescate o intercambiar prisioneros como hicieron otras naciones y rescataron con vida a sus nacionales?

Un avión no tripulado ataca por sorpresa y mata sin avisar. Dos años permiten negociar y resolver situaciones. Ni siquiera se lo intentó. Directamente, como las mismas víctimas declaran, su propio gobierno los condenó a morir. No estamos ni remotamente justificando el asesinato cruel al que fueron sometidos por el inglés “islamita”, simplemente, no les queremos faltar el respeto a esos dos valientes con eso de que “fueron obligados” o “les lavaron el cerebro”, y por ello no ver al asesino mayor.





Oscar Natalichio
Centro de Investigaciones Económicas y Sociales (CIEYS)
03/09/2014


LOS EEUU PONEN EN PELIGRO LA PAZ MUNDIAL (tema del próximo número)

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